El Camino A Cristo - Capítulo 7

La piedra de toque


"Si alguno esta en Cristo, nueva criatura es: porque las cosas viejas pasaron y he aquì, todas son hechas nuevas." (2 Corintios 5:17).

Una persona puede no saber el momento exacto ni el lugar, y tal vez no pueda trazar todas las circunstancias que actuaron en el proceso de su conversiòn; pero esto no prueba de que no està convertido. Jesùs le dijo a Nicodemo: "El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dònde viene ni a dònde va. Asì es todo aquel que es nacido del Espìritu." (Juan 3:8). Como el viento, que es invisible, y sin embargo sus efectos se ven y se sienten claramente, asì es el Espìritu de Dios al trabajar en el corazòn humano. El poder regenerador que ningùn ojo humano puede ver engendra una nueva vida en el alma; crea un nuevo ser, a la imagen de Dios. Aunque la obra del Espìritu es silenciosa e imperceptible, sus efectos se manifiestan claramente. Si el corazòn ha sido renovado por el Espìritu de Dios, la vida llevarà frutos que testifiquen de una renovaciòn. No podemos hacer nada en nuestras vidas que pueda cambiarnos el corazòn o que nos lleve a una armonìa con Dios. No podemos confiar en nosotros mismos, ni en nuestras buenas obras, pero nuestras vidas diràn si la gracia de Dios vive en nosotros. Se verà un cambio en el caràcter, en los hàbitos, en nuestros blancos. Habrà un contraste decisivo entre lo que eran y lo que son ahora. Se revela el caràcter no con hechos buenos ocasionales ni con faltas ocasionales, sino por la tendencia de nuestras palabras y hechos habituales.

Puede haber un cambio aparente, una aparente renovaciòn en el caràcter sin el poder renovador de Cristo. El deseo de ejercer influencia y el ansia de tener la estimaciòn de los demàs puede producir una vida bien ordenada. El respeto propio puede inducirnos a evitar las apariencias del mal. Un corazòn egoìsta puede llevar a cabo acciones generosas. Entonces, ¿por què medios podemos determinar en què lado de la lìnea estamos?

¿De quièn es el corazòn? ¿Con quièn estàn nuestros pensamientos? ¿De quièn nos deleitamos hablar? ¿Quièn tiene nuestros màs caros afectos y nuestras mejores energìas? Si somos de Cristo, nuestros pensamientos estaràn con èl, nuestras meditaciones màs dulces seràn acerca de èl. Ansiaremos tener su imagen, respirar de su Espìritu, hacer su voluntad y agradarle en todas las cosas.

Los que hayan renacido en Cristo llevaràn lo sfrutos del Espìritu: "amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza." (Gàlatas 5:22-23). No viviràn màs segùn la lujuria y el pecado, sino que por la fe en el Hijo de Dios, andaràn en su pisadas, reflejaràn su caràcter, y se purificaràn a sì mismos asì como èl es puro. Las cosas que una vez odiaron ahora aman; y las cosas que amaron una vez, ahora las odian.

Los orgullosos y los de mucha confianza propia, ahora son mansos y sumisos de corazòn. Los de caràcter vano y superfluo son ahora serios y cooperadores. Los borrachos se hacen sobrios; y los contaminados con el pecado, puros. Las contumbres y las modas vanas del muno son dejadas de lado. El cristiano no buscarà "atavìo externo … sino el interno, el del corazòn, en el incorruptible ornato de un espìritu afable y apacible…" (1 Pedro 3:3-4).

No puede existir evidencia alguna de un arrepentimiento geuino a menos que èste ejerza una transformaciòn. Si el pecador renueva su pacto; si devuelve lo que ha robado; si confiesa sus pecados; y si ama a Dios y a sus semejantes, entonces puede tener la seguridad de que ha pasado de muerte a vida.

Cuando venimos a Cristo como seres llenos de pecado y de error, y nos hacemos partìcipes de su gracia perdonadora, el amor florece en el corazòn. Toda carga se hace liviana, porque el yugo de Cristo es fàcil. Cumplir con el deber se hace una delicia, y hacer sacrificios es un placer. La senda que antes parecìa cubierta de oscuridad, pobada de sombras, ahora brilla y resplandece bajo los rayos del Sol de Justicia.

La belleza del caràcter de Cristo se verà reflejada en sus seguidores. Fue su deleite hacer la voluntad de Dios. El amor a Dios y el celo por su gloria era el poder que controlaba la vida de nuestro Salvador. El amor ennoblecìa y embellecìa todas sus acciones. Era el amor de Dios. El corazòn no consagrado a Dios no puede producir ni originar este amor. Sòlo se halla el amor de Dios en los corazones en los cuales reina Cristo. "Nosotros le amamos a èl porquè èl nos amò primero." (1 Juan 4:19). El amor es el principio de cada acciòn en un corazòn renovado por la gracia divina. Este amor modifica el caràcter, gobierna los impulsos, controla las pasiones, subyuga las enemistades y ennoblece los efectos. Si mantenemos el amor de Dios en nuestros corazones, èl endulzarà nuestras vidas, y esparcirà una influencia purificadora por todas partes.

Hay dos errores de los cuales tienen que cuidarse los hijos de dios, especialmente aquellos que son nuevos en la fe, aquellos que comienzan a creer y a confiar en su gracia. En primer lugar, como ya hemos mencionado, està el error de confiar en las propias obras, confiar en todo lo que èstas pueden hacer para llegar a alcanzar una perfecta armonìa con Dios. El que trata de hacerse santo por sus propios esfuerzos para guardar la ley està tratando de hacer lo imposible. Todo lo que el hombre puede hacer por sì mismo, sin Cristo, està contaminado de egoìsmo y de pecado. Sòlo la gracia de Cristo, trabajando por medio de nuestra fe, nos puede hacer santos.

Pero el error contrario, y no menos peligroso, es creer que la fe en Cristo quita al hombre el deber de cumplir la ley de Dios; creer que si es sòlo por fe como nos hacemos partìcipes de la gracia de Cristo, entonces nuestras obras no tienen nada que ver con nuestra redenciòn.

Pero nòtece que la obediencia no es sòlo cumplir aparentemente con los requerimientos, sino es el servicio de amor. La ley de Dios es la expresiòn de su naturaleza, es el sùmmum del gran principio del amor, y por lo tanto, la base de su gobierno en el cielo y en la tierra. Si nuestros corazones son renovados a la semenjanza de Dios, y si el amor divino germina en nuestras almas, ¿no se cumplirà en nuestras vidas la ley de Dios? Cuando el principio del amor es sembrado en el corazòn; cuando el hombre es renovado conforme a la imagen de Aquel que lo creò, se cumple la promesa del nuevo pacto: "Pondre mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las escribirè." (Hebreos 10:16). Y si la ley està escrita en el corazòn, ¿no moldearà acaso la vida? El fruto del amor, la obediencia, es la prueba verdadera del discipulado. La Escritura dice: "Este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos". (1 Juan 5:3). "El que dice: "Yo le conozco", y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no està en èl." (1 Juan 2:4). En vez de deshacer la necesidad de obedecer del hombre, la fe, y sòlo la fe, es lo que nos hace partìcipes de la gracia de Cristo, y nos capacita para rendirle obediencia.

No podemos ganarnos la salvaciòn con la obediencia, porque la salvaciòn es un don gratuito de Dios, que se recibirà por la fe. Pero la obediencia es el fruto de la fe. "Sabeis que èl apareciò para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en èl. Todo aquel que permanece en èl, no peca; todo aquel que peca, no le ha visto, ni le ha conocido." (1 Juan 3:5-6). He aquì la prueba verdadera. Si permanecemos en Cristo, si el amor de Dios mora en nosotros, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestros propòsitos, nuestras acciones, estaràn en armonìa con la voluntad de Dios expresada en los preceptos de su santa ley. "Hijitos, nadie os engañe; el que hace justicia es justo, como èl es justo." (1 Juan 3:7). La justicia se define comparàndola con la ley de Dios como fue expresada èsta en los diez preceptos dados en el Sinaì.

La llamada fe en Cristo que profesa librar al hombre de su obligaciòn de obedecer la ley de Dios no es fe, sino presunciòn. "Por gracia sois salvos por medio de la fe." (Efesios 2:8). Pero "la fe, si no tiene obras, es muerta en sì misma." (Santiago 2:17). Jesùs dijo de sì mismo antes de venir al mundo: "El hacer tu voluntad, Dios mìo, me ha agradado, y tu ley està en medio de mi corazòn." (Salmos 40:8). Y justamente antes de ascender al cielo, èl dijo: "…Yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor." (Juan 15:10). La Escritura dice: "Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos… El que dice que permanece en èl, debe andar como èl anduvò." (1 Juan 2:3,6). "…Porque tambièn Cristo padecio por nosotros, dejàndonos ejemplo, para que sigàis sus pisadas." (1 Pedro 2:21).

La condiciòn para obtener la vida eterna es ahora lo que siempre ha sido, igual a lo que era en el paraìso antes de la caìda de nuestros primeros padres: la obediencia perfecta a la ley de Dios, la perfecta justicia. Si se cocediera la vida eterna en cualquier otra situaciòn o bajo cualquier otra circunstancia, la felicidad de todo el universo estarìa en peligro. Quedarìa abierto el camino para el pecado, con todo su sèquito de miseria y dolor, que serìan asì inmortalizados.

Fue posible para Adàn, antes de su caìda, formar un caràcter recto obedeciendo la ley de Dios. Pero aquì èl fallò, y por causa de su pecado, hemos heredado una naturaleza pecaminosa, y no podemos hacernos justos a nosotros mismos. Siendo que somos pecaadores y faltos de santidad no podemos obedecer la ley santa perfectamente. No tenemos ninguna justicia propiamente nuestra con la cual cumplir con los requerimientos de la ley de Dios. Pero Cristo ha preparado para nosotros una vìa de escape. El viviò en el mundo en medio de pruebas y de tentaciones tales como las que tenemos ;que afrontar nosotros. Pero èl viviò un avida sin pecado. El muriò por nosotros, y ahora nos ofrece quitar nuestros pecados y darnos su justicia y su santidad. Si os entregàis a èl y lo aceptàis como vuestro Salvador, pr pecaminosa que haya sido vuestra vida, por sus mèritos, se os imparte justicia. El caràcter de Cristo toma el lugar del vuestro, y Dios os acepta como si nunca hubierais pecado.

Màs aùn, Cristo cambia el corazòn. El mora en vuestro corazòn por la fe. Debèis aumentar esta comuniòn con Cristo por la fe y una entrega continua de vuestra voluntad a la suya. Mientras mantengàis esta comuniòn con èl, èl obrarà en vosotros el querer y el hacer segùn su buena voluntad. Asì podrèis decir: "…Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amò y se entregò a sì mismo por mì." (Gàlatas 2:20). Jesùs le dijo a sus discìpulos: "Porque no sois vosotros los que hablàis, sino el Espìritu de vuestro Padre que habla en vosotros." (Mateo 10:20). Asì, teniendo a Cristo obrando en vosotros manifestarèis su mismo espìritu y harèis sus mismas obras, obras de rectitud y de obediencia.

No tenemos nada nuestro de que gloriarnos. No tenemos razòn para la exaltaciòn propia. Nuestro ùnico motivo de esperanza es la rectitud de Cristo que nos es impartida, dada gratuitamente, y èsta, moldeada por su Espìritu, obrando en nosotros y por nosotros.

Al hablar de la fe, tenemos que tener en cuenta què es la fe. Puede existir cierta creencia, cierta aceptaciòn, pero esto no es fe. Ni aùn el mismo Satanàs puede negar la existencia ni el poder de Dios. La Biblia dice: "…los demonios creen, y tiemblan." (Santiago 2:19); pero esto tampoco es fe. Allì donde no hay sòlo creencia en la Palabra de Dios, sino tambièn sumisiòn a su voluntad; donde el corazòn se le entrega a èl; donde los afectos estàn fijos en èl, allì hay fe, fe que obra por el amor y que purifica el alma. Mediante esta fe, el corazòn es renovado a la imagen de dios. Y el corazòn que antes de ser renovado no estaba sujeto a la ley de dios, ni podìa estarlo, ahora se deleita en los preceptos santos, y exclama con el salmista: "¡Oh, cuànto amo yo tu ley! Todo el dìa es ella mi meditaciòn." (Salmos 119:97). Y la rectitud de la ley se cumple en "…Los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espìritu." (Romanos 8:1).

Hay quienes han conocido el amor perdonador de Cristo, y que realmente desean ser hijos de Dios. Sin embargo, se dan cuenta de que sus caracteres no son perfectos, de que hay faltas en sus vidas, y estàn listos para dudar que sus corazones hayan sido renovados por el Espìritu Santo. A los tales les digo que no se dejen vencer por la desesperaciòn. Muchas veces tendremos que doblegarnos a llorar a los pies de Jesùs por causa de nuestros errores y de nuestras debilidades, pero no tenemos que desanimarnos. Aùn si somos vencidos por el enemigo, no seremos desechados ni olvidados ni abandonados por Dios. Cristo està a la diestra de Dios, intercediendo por nosotros.

Juan, el discìpulo amado, dijo: "…Estas cosas os escribo para que no pequèis; y si alguno hubiere pecado, abodado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo." (1 Juan 2:1). Y no olvidèis las palabras de Cristo: "…el Padre mismo os ama…" (Juan 16:27). El desea que os reconcilièis con èl, desea ver su pureza y su santidad reflejadas en vosotros. Y si sòlo os entregàis a èl, el que comenzo en vosotros la buena obra, la continuarà hasta el dìa de Jesucristo. Orad màs fervientemente; creed màs completamente. Al desconfiar de nuestras propias fuerzas, confiemos en el poder de nuestro Redentor, y alabemos a Aquel que es la salud de nuestro rostro.

Al acercarnos màs a Jesùs, màs clara cuenta os darèis de vuestros defectos porque verèis màs claramente vuestras imperfecciones en dramàtico contraste con su naturaleza perfecta. Esta es un aevidencia de que los engaños de Satanàs estàn perdiendo su poder; y que la influencia vivificadora del Espìritu de Dios os està despertando.

No puede haber verdadero amor profundo por Jesùs en el corazòn que no se dè cuenta de su propia pecaminosidad. El alma que ha sido transformada por la gracia de Cristo admirarà su caràcter divino, pero si no vemos nuestra deformidad moral, es evidente de que no hemos visto la belleza ni la excelencia de Cristo.

Mientras menos cualidades estimables hallemos en nosotros mismos, màs estimaremos la infinita pureza y la hermosura de nuestro Salvador. Al contemplar nuestra pecaminosidad nos volveremos hacia aquel que puede perdonarnos; y cuando el alma se dè cuenta de su impotencia y nos esforcemos en seguir a Cristo, èl se nos revelarà con poder. Cuanto màs nos impulse nuestra necesidad hacia èl y hacia su palabra, mejor comprenderemos su caràcter, y màs plenamente reflejaremos su imagen.


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